Una melodía de esperanza

El sonido de los pájaros en plena hora punta. ¿Habíamos escuchado antes esta sinfonía, tan antigua en el tiempo, pero tan desconocida en este siglo en el que el ahora, la inmediatez, el individualismo y el “voy en modo automático” acaparan todo nuestro ser? Pareciera que el mundo no estuviera colapsando; que la gente no estuviera muriendo; y que un sentimiento de incertidumbre no pesara sobre nuestros hombros, con solo mirar por la ventana.

Si fuera tan fácil como ser pájaros estos días…

Escribo ahora mismo sentada en la antigua mecedora de mi abuela y con la brisa trayéndome esa melodía que se intensifica conforme la tarde va avanzando y se acerca la hora del jolgorio de las aves, la mejor del día. Estoy agradecida y sé la fortuna de tener este remanso de paz que tanto está haciendo por mi salud mental estos días tan grises para el alma, aunque, siento ese pinchazo de culpabilidad por poder tener este placer. Ahora, en una soledad casi absoluta, solo con la compañía durante el día de Menta y Fiona (las fieles compañeras caninas que consiguen disipar en ciertos momentos la preocupación) y esas conversaciones entre aves que desearía poder traducir, se alimenta la melancolía y la añoranza.

Recuerdo los primeros días. Los que eran «corona-escépticos»: “no es para tanto”, “qué exageración”, “como me fastidien los planes…”. Los apocalípticos: “vamos a morir todos”, “el mundo no será lo que era”, “seguro que este es un plan secreto para hacerse con el control mundial”. Y por otro lado los que ignoraban el problema y seguían con sus vidas mientras se pudiera. Ahora quedan menos escépticos y algún apocalíptico de más, pero han surgido nuevos perfiles también, más solidarios, voluntariosos y se pueden ver heroicidades. Son esos nuevos descubrimientos los que consiguen unir estos días a la sociedad y permiten que queden algunos rescoldos de esperanza.

Recuerdo esa primera alarma que mantuvo al país delante de sus televisores y no era por un mundial de fútbol, por escuchar los cuartos antes de tomarse las uvas, ni por saber el número ganador de la lotería. De repente todo el mundo estaba a la espera de buscar algún apoyo o una pista sobre qué paso dar mientras salíamos por primera vez en mucho tiempo de ese estado de autómata. Y eso se captaba con un simple vistazo, incluso para los que no son muy buenos observadores. Las calles más vacías de lo habitual; los supermercados llenos de gente, vacíos de provisiones; y un ambiente taciturno incluso en los días más soleados.  

Recuerdo echar un vistazo a la maleta al lado de la puerta. La documentación en regla. La notificación de la app de vuelos diciendo “tu vuelo destino… está ahora al mejor precio. ¡Cómpralo!”. Mi situación no es un caso aislado, sino una entre los miles de planes frustrados que flotan todavía por el aire. Y, sin embargo, lo que en su momento fuera una desilusión para tanta gente, ocupa el más ínfimo resquicio de nuestros pensamientos ahora.

El desasosiego del ambiente es tan pesado estos días que casi se puede respirar. Se siente como una carga que amenaza con alterar la estabilidad emocional general. La escena, se mire por donde se mire, es triste. Nunca antes se habían visto las calles tan desoladas. Pareciera que, de un día para otro, toda muestra de vida humana hubiera desaparecido de la faz de la tierra.

Aunque, si miras por la ventana… hay más humanidad que nunca. Los primeros días, en los que aún me encontraba en la ciudad, reparé por primera vez en esas ventanas, tan presentes en la vida cotidiana que no me había parado a pensar en las personas que habitan esas casas. De alguna manera, de esas ventanas ahora aflora un nuevo interés y un sentimiento de complicidad con esas personas desconocidas; personas con las que hemos compartido las paredes de nuestro hogar y en las que en numerosos casos solo hemos cruzado un tímido e incómodo “hola” en el rellano. 

Estamos haciendo de todo. No iban a ser todas las noticias negativas, por supuesto. Esta adversidad parece haber despertado un sentimiento de solidaridad que pareciera, hubiéramos perdido. Hemos enseñado a nuestros abuelos a usar esos “cacharros endemoniados” que nos tienen atontaos para poder verlos y hablar con ellos, intentando reducir esa soledad que se acentúa sobre todo en estos momentos. Nos hemos vuelto a sentar a la mesa a comer con la familia, con tranquilidad y tiempo; tradición que en muchos casos habíamos dejado relegada a los días festivos. Hemos inventado maneras ingeniosas y creativas de contactar con los amigos, fortaleciendo esos lazos y soñando con ese reencuentro tan esperado. Nos hemos vuelto atletas, cocinitas, profesionales de la danza, cantantes, expertos en las manualidades, pintores prodigiosos y los más ávidos lectores.

Puede que de esta situación salgamos fortalecidos, valoremos los pequeños placeres de la vida que son las personas y el tiempo, y ya de paso, tengamos una nueva habilidad descubierta a la que dedicarnos profesionalmente si nuestro plan A en la vida falla. Aunque, como tanto se dice, “el ser humano es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra”. Solo espero que en esta ocasión hayamos aprendido a saltar.

Ahora he de dejar de escribir y empezar a balancearme en la mecedora: empieza la hora del jolgorio.

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