El hombre de la tabla

La especie humana es capaz de lo mejor, pero también de lo peor. Y seguramente esto es así desde los primeros tiempos. Lo bueno y lo malo conviven en el comportamiento y los actos cotidianos de cada persona, a menudo, sin una frontera perceptible a simple vista. Quizás sea esta la mayor dificultad para relacionarnos armoniosamente con nuestros semejantes, sin que aparezcan los conflictos, o al menos, sin que estos lesionen nuestros derechos o los de nuestros interlocutores. El éxito de las sociedades más avanzadas parece estar muy relacionado con la honestidad y las pautas de comportamiento de sus habitantes.


Andaba yo en esas reflexiones cuando encontré en internet una historia que me llamó la atención, por el peculiar comportamiento de su protagonista. La acción transcurría en una fábrica de cemento de enormes dimensiones, la más importante de su sector, con una organización minuciosa hasta el último detalle. La empresa funcionaba ininterrumpidamente todo el año, las veinticuatro horas del día. Aquel gigante cementero que parecía tener vida propia me recordó a la leyenda de la Hidra de Lerna que había leído en mi infancia. Como si se tratase de ese monstruo legendario, la fábrica estaba atravesada por una enmarañada red de tuberías y conducciones metálicas que parecían no tener fin, y cuyos distintos colores parecían la prolongación de los uniformes de los tres mil trabajadores de la empresa.


Recordando mis lecturas infantiles, me imaginé aquella cementera como la famosa hidra mitológica de largos cuellos y múltiples cabezas, cuyos brazos eran las articulaciones mecánicas y las bandas transportadoras interminables del monstruoso complejo fabril. En el interior de cada una de sus enormes bocas permanentemente abiertas desaparecían todos los materiales que venían de la cantera cercana. Los molinos gigantes engullían sin cesar todo tipo de rocas, desde las más blandas como arena, arcilla, yeso y caliza, hasta los minerales más duros, entre ellos, los ferruginosos. Todos estos eran desmenuzados y triturados antes de pasar a los hornos de alta temperatura donde se fundirían perdiendo así su naturaleza para convertirse en una masa amorfa. Esa era la secuencia de la fabricación del cemento; así trabajaba este coloso industrial, sin un segundo de descanso.


Los trabajadores, técnicos y directivos de la empresa parecían estar sincronizados como precisos engranajes dentro de aquellas gigantescas instalaciones por las que se movían a diario. La compleja organización de la fábrica no había dejado ningún detalle al azar, llegando hasta el extremo de definir un código de colores identificativo de las distintas secciones de la industria, que permitirían mimetizarse a sus empleados en su quehacer diario.

Así, aquellos trabajadores que estaban destinos a los trabajos de la cantera vestían un uniforme gris; los operarios que estaban encargados de cuidar de las materias primas y transportarlas hasta la fábrica se reconocían por llevar ropas azules; los molineros se diferenciaban por llevar monos amarillos y aparatosos elementos de protección; en los hornos de calcinación el color reglamentario era el rojo; para los trabajadores de limpieza y mantenimiento se había estipulado el color blanco, sinónimo de pulcritud; los que realizaban tareas de almacenamiento vestían de verde y así sucesivamente hasta agotar los colores del arcoíris más completo, creando una sólida identidad corporativa defendida a capa y espada por todos los miembros de aquella empresa.


Toda esa compleja organización estaba sin duda enfocada a conseguir la mayor productividad de cada uno de los trabajadores de la empresa y, por supuesto, a obtener los máximos beneficios económicos del recinto industrial. De ahí que el trabajo que se realizaba en la fábrica era intenso e incesante; solo era interrumpido por el tiempo destinado a la comida de los trabajadores que estaba fijado por los convenios laborales. Dichas pausas se hacían por turnos rigurosamente establecidos, sin que las actividades se interrumpiesen en ningún momento. A media mañana, los trabajadores tenían derecho a un descanso de treinta minutos, que en su mayoría utilizaban para comerse un bocadillo y reponer fuerzas para afrontar la larga jornada laboral.

Llegado su turno, cada trabajador se dirigía a su área de descanso, de forma perfectamente ordenada, como no podía ser de otra manera en una fábrica tan organizada. Uno tras otro se iban formando grupos reducidos, muchos de ellos consolidados después de muchos años de trabajo en aquellas instalaciones, normalmente integrados por empleados de las mismas secciones, a la vista de los colores de sus uniformes. Prácticamente en todos los grupos, los trabajadores comían y charlaban animadamente olvidándose por unos minutos de sus tareas rutinarias en la fábrica.


Pero volviendo al comienzo del relato, el comportamiento humano es rico en singularidades. A diferencia de lo que sucede en otras especies y, por supuesto, muy alejado del funcionamiento de las máquinas, podemos encontrar excepciones que se saltan la norma. Estas reflexiones me dan pie a comentar las características de un trabajador de la cementera, cuyo extraño comportamiento fue detectado casualmente por un técnico de la propia empresa.
Era un hombre de baja estatura, pero de complexión robusta; de hombros anchos y piernas cortas y algo rollizas. Tenía la tez morena por las horas que pasaría en el exterior y en su rostro se empezaba a vislumbrar los primeros atisbos de unas arrugas que parecían prematuras para la edad que debía tener, probablemente síntoma de años de trabajo en el sector. Vestía de color blanco, lo que automáticamente lo clasificaba entre los operarios de limpieza y mantenimiento.

Pero lo realmente llamativo de ese hombre no era el hecho de que se sentara alejado del resto de personas, era que mientras comía su bocadillo con una mano, con la otra sujetaba una tabla que apoyaba en su hombro izquierdo. En ningún momento soltaba la tabla, ni siquiera para beber agua. Si tenía que hacerlo dejaba primero el bocadillo apoyado en el papel de aluminio y cogía el vaso con la mano que le había quedado libre, pero en ningún caso soltaría la tabla con su mano izquierda. La tabla en sí no tenía ningún aspecto que la hiciera peculiar o irremplazable.

Era una tabla normal, de aproximadamente un metro de longitud y estrecha, manchada en algunas partes por salpicones de pintura y rozones, característicos del paso del tiempo y de su probable uso en albañilería. Si ya de por sí este no era un comportamiento normal, el tipo de la tabla además tenía una conducta algo perturbadora.

Parecía receloso, mirando a todos lados y después a su tabla, como si pensara que alguien podría robársela, quitándole así su bien más preciado. Cuando terminaba de comer su conducta se tornaba si cabe más curiosa. Se ponía de pie cuando daba el último bocado, sin permitirse saborearlo y casi a riesgo de atragantarse. Y sin perder un segundo más se iba corriendo del sitio como si la vida de alguien estuviera en peligro o si tuviera que llevar a cabo un asunto de Estado de extrema urgencia, algo que claramente no encajaba con las funciones de un operario de limpieza.


Tras varias jornadas de observación, el técnico llegó a comprobar una rutina predeterminada en el comportamiento de tan pintoresco personaje. No era su mismo comportamiento por la mañana que por la tarde. El hombre de la tabla iniciaba su jornada dando vueltas por el patio con la tabla en su hombro izquierdo. Daba exactamente tres vueltas al patio, siempre parándose en la segunda en una pequeña fuente que estaba situada entre un contenedor de materiales para reciclar y un árbol moribundo a causa de la falta de agua. Cuando terminaba esta especie de ritual de iniciación, entraba al almacén de productos por la parte por la que entraban los camiones de recogida, para así pasar sin problemas con su tabla a cuestas.

En la entrada del almacén cogía el inventario de productos y después de dos minutos revisándolo en busca de la localización de algún producto con expresión de concentración, se dirigía a el mismo lugar: el sector 9, pasillo 13, estante 21. Allí hacía siempre lo mismo. Apoyaba su tabla en los andamios, eso sí, siempre sin perderla de vista. Cogía una caja con cara de sobreesfuerzo, la colocaba en el suelo y paraba para secarse el sudor de la frente con la manga de su uniforme. Justo a esa hora pasaba el supervisor del almacén, con su color verde representativo, veía a nuestro hombre de la tabla y seguía su camino. Acto seguido, nuestro hombre volvía a colocar la caja en el mismo estante 21, se colocaba su tabla en su hombro izquierdo y se alejaba por el pasillo 13 del sector 9.


Luego se iba a los hornos. Con su tabla al hombro, pasaba corriendo entre los operarios absortos en las temperaturas de fusión, esquivando a aquellos que podían ser embestidos por la tabla. Corría por toda la sala haciendo zigzag y al llegar al último horno, giraba a la izquierda y cuando se encontraba en un ángulo muerto, se paraba. Descansaba ahí cinco minutos, tras los cuales siempre pasaba un operario para apagar ese horno. Treinta segundos antes de que el operario entrara en el ángulo de visión del hombre de la tabla, este se levantaba y salía por la puerta emergencia que estaba a su izquierda, bajando la tabla de su hombro momentáneamente en un paso ya automatizado para poder pasar a través del marco estrecho de la puerta.


Su siguiente destino era la sala de máquinas. Esta sala estaba ocupada por largas filas de cintas transportadoras que llevaban los materiales desde la sala de llegada hasta los molinos donde eran triturados. Aquí nuestro objeto de estudio tenía un comportamiento diferente. Entraba despacio, para no molestar a los operarios de este sector, que se encontraban concentrados en la selección de los materiales. Tranquilamente pasaba por entre las cintas de aspecto interminable hasta llegar a la zona de las escaleras que llevaba al almacén de limpieza. Subía las escaleras sin prisa, con paso sosegado y justo en el penúltimo escalón empezaba su carrera de nuevo, pasando casi galopando por delante de la cámara de seguridad que vigilaba la zona del almacén.

Entraba en el almacén y ahí, una vez solo y fuera de la visión de la videovigilancia, soltaba su tabla y se relajaba una hora sentado sobre un bidón de pintura que se encontraba pegado a la pared. Calculaba cuándo tocaba la hora de la comida y se dirigía al comedor común, siempre llegando dos minutos tarde, con su tabla al hombro izquierdo y mostrándose fatigado. Todo en el hombre de la tabla parecía formar parte de una rutina, hasta su propio mono de trabajo poseía las mismas manchas, distribuidas siempre igual, del mismo color y forma, un hecho difícil tratándose de un trabajo de esas características.


Cuando terminaba su almuerzo volvía de inmediato a su itinerario, esta vez con un sutil cambio, probablemente imperceptible a los ojos de quien no fuera ya un experto como el operario en observar a este sujeto, pero notablemente significativo para alguien que se pasara el día examinando sus pasos. En la jornada de la tarde, el hombre de la tabla en lugar de colocarse la tabla en el hombro izquierdo, se la colocaba en el derecho. Este gesto, aparentemente insignificante, formaba parte de ese comportamiento habitual que él había desarrollado, y todos los días justo al terminar de comer, continuaba su jornada, pero con la tabla apoyada en la parte derecha de su tronco.


En esta parte del día ya era más pausado. Su actividad no consistía en correr de un sitio a otro, sino que se dirigía a aquellas secciones de la fábrica en las cuales los operarios realizaban labores más técnicas y menos dinámicas. Primero se dirigía a la sala de etiquetado. Los trabajadores de esa sección se encargaban de clasificar los sacos con los diferentes tipos de cemento y ponerles sus etiquetas correspondientes. Nuestro individuo pasaba con su tabla por el lateral derecho, sorteando todo tipo de obstáculos como cajas, cintas de embalar huérfanas pegadas en el suelo y que suponían toda una trampa pegajosa mortal, y sacos de cemento rotos y olvidados.

En esta sala se dirigía a un armario que estaba cerca de los conductos de ventilación y de su interior sacaba siempre los mismos útiles de trabajo; un destornillador amarillo, un martillo de mango desgastado y varios clavos. Con las herramientas en la mano izquierda y su tabla agarrada con la mano derecha, se iba con un ritmo pausado, arrastrando las piernas como si estas resultaran muy pesadas después de un intenso día de trabajo. Salía de la estancia, pero cerciorándose de dejar la puerta abierta para que todos pudieran contemplar su trabajo.

Apoyaba su tabla en el suelo y justo en la pared contigua a la puerta comenzaba a clavar un clavo en la pared golpeando el martillo con todas sus fuerzas de manera que resonaba en todas las salas cercanas. Después de un tiempo, dejaba de golpear la pared. Si eras lo suficientemente observador, podías diferenciar una fila de clavos incrustados, todos de diferentes días.

Cuando terminaba recogía su tabla del suelo, se la echaba al hombro derecho y volvía a dejar las herramientas en el armario. Luego se iba tranquilo, sin prisa a la sala de control. Allí ya se dedicaba simplemente a pasearse de un lugar para otro, parándose de vez en cuando en un enchufe examinándolo que parecía no tener ningún fallo o cerciorándose de que las bisagras de las puertas estaban todas bien sujetas. Cada diez minutos, sacaba un pañuelo del bolsillo izquierdo del mono y simulaba secarse la frente como si hubiera gotas de sudor, aunque estas eran inexistentes.


Concluida su jornada de trabajo, el hombre de la tabla se dirigía a los vestuarios del personal, se quitaba su uniforme y con ropa de calle abandonaba la fábrica acompañado de su fiel tabla. A dónde se dirigía, era un misterio. Probablemente nadie en la fábrica conocía su nombre, siempre que pasaba entre los operarios lo hacía sin mirar a ninguno y sin intercambiar palabra alguna y tampoco se dirigían a él porque siempre parecía muy ocupado.


Intentando descifrar las claves del misterioso comportamiento del hombre de la tabla no pude pegar ojo en toda la noche. Como escapada de la metamorfosis de Kafka asumiendo un personaje inédito en la misma, me propuse llegar hasta las últimas consecuencias sobre la conducta de este singular personaje. ¿Es el hombre de la tabla el eslabón perdido de la evolución humana? ¿Tiene su comportamiento un origen extraño u anómalo acaecido durante su infancia? ¿En el seno de su familia hay personas con comportamientos similares? ¿Su forma de trabajar es simplemente una estrategia de supervivencia? ¿Quiénes fueron sus maestros? ¿Es un pícaro el hombre de la tabla o un superviviente del sistema?


He barajado numerosas hipótesis en mi cabeza. Cada una más inverosímil o disparatada que la anterior y a día de hoy sigo preguntándome el porqué de esa tabla. Por mi mente ronda la idea de la tabla como un elemento de distracción; que suponga su coartada en el caso de que alguien le acusara de no estar trabajando. Para este hombre su tabla supone su salvavidas. Podemos verlo como una metáfora de la vida. Todos tenemos algo a lo que nos aferramos para sobrevivir: en su caso es una tabla vieja, en tu caso a lo mejor es una persona o para otro es el arte.

Sería imposible tener una “tabla” específica para cada minuto del día, para cada situación o para cada ámbito de nuestra vida. Quizás ese hombre se aferra a esa tabla porque nadie le ha enseñado otra cosa; puede que haya tenido un origen muy duro y es lo único que le ha quedado de ese pasado; a lo mejor sus padres trabajaban horas y horas sin descanso para al final ser explotados y no ver el fruto de su esfuerzo y por eso ha desarrollado esa estrategia; o puede ser que simplemente sea un holgazán.


Es difícil juzgar el comportamiento humano porque la vida tiene múltiples interpretaciones. Personalmente prefiero hacer frente a los desafíos, enfrentarlos cara a cara sin necesidad de una tabla en la que refugiarme. Es posible que su barco se hubiera ido a pique y la tabla era lo único que lo mantenía a flote. Pero en mi caso si el barco se va a pique, intentaré salvarme nadando.
No obstante, me gustaría que los lectores formulasen nuevas preguntas y encontrasen las respuestas que definan los comportamientos del hombre de la tabla. Sería una enriquecedora manera de acercarse individualmente al comportamiento de este singular personaje.

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